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jueves, 11 de noviembre de 2010

LA ENFERMEDAD COMO CAMINO:La enfermedad hace sincera a la gente

La enfermedad hace sincera a la gente y descubre implacablemente el fondo del alma que se mantenía escondido.La sinceridad lo hace simpático, porque en la enfermedad se es auténtico. La enfermedad deshace todos los sesgos y restituye al ser humano al centro de equilibrio.


En realidad, el síntoma indica lo que le «falta» al paciente, porque el síntoma es el principio ausente que se hace material y visible en el cuerpo.

No es de extrañar que nos gusten tan poco nuestros síntomas, ya que nos obligan a asumir aquellos principios que nosotros repudiamos.

Y entonces proseguimos nuestra lucha contra los síntomas, sin aprovechar la oportunidad que se nos brinda de utilizarlos para completarnos.

Precisamente en el síntoma podemos aprender a reconocernos, podemos ver esas partes de nuestra alma que nunca descubriríamos en nosotros, puesto que están en la sombra.

Nuestro cuerpo es espejo de nuestra alma; él nos muestra aquello que el alma no puede reconocer más que por su reflejo.

Pero, ¿de qué sirve el espejo, por bueno que sea, si nosotros no nos reconocemos en la imagen que vemos?

Este libro pretende ayudar a desarrollar esa visión que necesitamos para descubrirnos a nosotros mismos en el síntoma.


Y, para el que busca la sinceridad al contemplarse a sí mismo, la enfermedad puede ser de gran ayuda.

¡Porque la enfermedad nos hace sinceros! En el síntoma de la enfermedad tenemos claro y palpable aquello que nuestra mente trataba de desterrar y esconder.

La mayoría de la gente tiene dificultades para hablar de sus problemas más íntimos (suponiendo que los conozca siquiera) de forma franca y espontánea; los síntomas, por el contrario, los explican con todo detalle a la menor ocasión.

Desde luego, es imposible descubrir con más detalle la propia personalidad. La enfermedad hace sincera a la gente y descubre implacablemente el fondo del alma que se mantenía escondido.

Esta sinceridad (forzosa) es sin duda lo que provoca la simpatía que sentimos hacia el enfermo.

La sinceridad lo hace simpático, porque en la enfermedad se es auténtico. La enfermedad deshace todos los sesgos y restituye al ser humano al centro de equilibrio.

Entonces, bruscamente, se deshincha el ego, se abandonan las pretensiones de poder, se destruyen muchas ilusiones y se cuestionan formas de vida.

La sinceridad posee su propia hermosura, que se refleja en el enfermo.

En resumen: el ser humano, como microcosmos, es réplica del universo y contiene latente en su conciencia la suma de todos los principios del ser.

La trayectoria del individuo a través de la polaridad exige realizar con actos concretos estos principios que existen en él en estado latente, a fin de asumirlos gradualmente.

Porque el discernimiento necesita de la polaridad y ésta, a su vez, constantemente impone en el ser humano la obligación de decidir.

Cada decisión divide la polaridad en parte aceptada y polo rechazado. La parte aceptada se traduce en la conducta y es asumida conscientemente.

El polo rechazado pasa a la sombra y reclama nuestra atención presentándosenos aparentemente procedente del exterior. 

Una forma frecuente y específica de esta ley general es la enfermedad, por la cual una parte de la sombra se proyecta en el físico y se manifiesta como síntoma.

El síntoma nos obliga a asumir conscientemente el principio rechazado y con ello devuelve el equilibrio al ser humano.

El síntoma es concreción somática de lo que nos falta en la conciencia. El síntoma, al hacer aflorar elementos reprimidos, hace sinceros a los seres humanos.

Antiguamente, los padres sabían que un niño, después de una enfermedad (todas las enfermedades de la infancia son infecciones), daba un salto en su desarrollo.

Al salir de la enfermedad, el niño no es el mismo que antes. La enfermedad le ha hecho crecer.

Pero no sólo las enfermedades de la infancia hacen crecer. Como, después de una infección, el cuerpo queda fortalecido, así también el ser humano sale más maduro de cada conflicto.

Vivimos en una época y en una cultura enemigas de los conflictos. El individuo trata de evitar el conflicto en todos los campos, sin advertir que esta actitud impide la toma de conciencia.

Desde luego, en el mundo polarizado, los seres humanos no pueden evitar los conflictos con medidas funcionales; pero, precisamente por ello, estas tentativas provocan una desviación cada vez más complicada de las descargas a otros planos cuyas coordinaciones internas casi nadie advierte.

La enfermedad infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien en nuestra anterior exposición hemos contemplado en paralelo la estructura del conflicto y la estructura de la inflamación, para señalar su naturaleza común, una y otra nunca (o casi nunca) discurren paralelamente en el ser humano. Lo más frecuente es que uno de los planos sustituya al otro.

Si un impulso consigue vencer las defensas de la conciencia y de este modo hacer que el ser humano tome conocimiento de un conflicto, el proceso resolutivo esquematizado tiene lugar únicamente en la conciencia del individuo y, generalmente, la infección somática no se produce.

Ahora bien, si el hombre no se abre al conflicto, si rehúye todo aquello que pueda cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el conflicto aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático como una inflamación.

La inflamación es el conflicto trasladado al plano material. Pero no por ello debe cometerse el error de restar importancia a las enfermedades infecciosas alegando «yo no tengo conflicto alguno».

Precisamente este cerrar los ojos al conflicto conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta algo más que una mirada superficial: se necesita una sinceridad implacable que suele ser tan incómoda para la conciencia como la infección lo es para el cuerpo. 

Y es esta incomodidad lo que queremos evitar en todo momento.

Cierto, los conflictos siempre producen sufrimiento, no importa el plano en el que los experimentemos, ya sea la guerra, la lucha interna o la enfermedad.

Bonitos no son. Pero no nos es lícito argumentar sobre hermosura o fealdad, porque cuando reconocemos que no podemos evitar nada, esta cuestión no vuelve a plantearse.

Quien no se permite a sí mismo estallar psíquicamente, algo le estalla en el cuerpo (un absceso). ¿Cabe entonces preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad nos hace sinceros.

La información total se muestra siempre en todas partes. En cada parte encontramos el todo. De manera que es indiferente la parte del cuerpo que se contemple.

En todas puede reconocerse el mismo esquema, el esquema que representa a cada individuo.

El esquema se encuentra en el ojo (diagnóstico por el iris), en el pabellón auditivo (auriculopuntura francesa), en la espalda, en los pies, en los meridianos (diagnóstico por los puntos terminales), en cada gota de sangre (prueba de coagulación, dinamo lisis capilar, hemodiagnóstico holístico), en cada célula (genética), en la mano (quirología), en la cara y configuración corporal (fisiognomía), en la piel.

Es importante conocer al ser humano a través de los síntomas de la enfermedad. Es indiferente dónde se mire: lo que importa es poder mirar.

La verdad está en todas partes. Si los especialistas consiguieran olvidarse de su (totalmente inútil) intento de demostrar la casualidad de la relación descubierta por ellos, inmediatamente verían que todas las cosas mantienen entre sí una relación analógica: así arriba como abajo, así dentro como fuera.

Detrás de todos estos afanes por ser lo que no se es, está la realidad de que el ser humano a nadie quiere menos que a sí mismo.

Quererse a sí mismo es una de las cosas más difíciles del mundo. El que cree que se gusta y que se quiere, seguramente confunde su «ser» con su pequeño ego.

Generalmente, sólo cree que se quiere el que no se conoce. Dado que nuestra personalidad, en conjunto, incluida nuestra sombra, no nos gusta, constantemente estamos tratando de modificar y pulir nuestra imagen.

Pero, mientras el ser interior, es decir, el espíritu, no se modifique, esto no pasa de pura «cosmética».

Con esto no pretendemos descartar la posibilidad de que, mediante modificaciones de forma, pueda iniciarse un proceso dirigido hacia el interior, como se hace, por ejemplo, en el Hatha Yoga, la Bioenergía y métodos similares.

De todos modos, estos métodos se diferencian de la cosmética porque conocen el objetivo. Al más leve contacto, la piel de un individuo ya nos dice algo acerca de su psiquis.

Bajo una piel muy sensible hay un alma muy sensible también (tener la piel fina), mientras que una piel áspera nos hace pensar en un pellejo duro, una piel sudorosa nos muestra la inseguridad y el miedo de nuestro oponente y la piel colorada, la excitación.

Con la piel nos rozamos y establecemos contacto unos con otros. El contacto, ya sea un puñetazo o una caricia, se establece por la piel.

 La piel puede romperse desde el interior (por una inflamación, una erupción, un absceso) o desde el exterior (una herida, una operación).

En ambos casos, nuestra frontera es atacada. Uno no siempre consigue salvar la piel.
Cuando hablamos de la postura de una persona, por esta sola palabra no está claro si nos referimos a lo corporal o a lo moral.

De todos modos, esta ambivalencia semántica no da lugar a confusión, puesto que la postura exterior es reflejo de la interior.

Lo interno siempre se refleja en lo externo. Así hablamos, por ejemplo, de una persona recta, casi siempre sin darnos cuenta que la palabra rectitud describe una postura corporal que ha tenido importancia capital en la Historia de la Humanidad.

Un animal no puede ser recto porque todavía no se ha erguido. En tiempos remotos, el ser humano dio el trascendental paso de erguirse y dirigió su mirada hacia arriba, al cielo: así consiguió la oportunidad de convertirse en Dios, y, al mismo tiempo, desafió el peligro de creerse Dios.

El peligro y la oportunidad del acto de erguirse se reflejan también en el plano corporal. 

Las partes blandas del cuerpo, que los cuadrúpedos mantienen bien protegidas, en el hombre están expuestas.

Esta falta de protección y mayor vulnerabilidad lleva aparejada la virtud polar de mayor apertura y receptividad.

Es la columna vertebral lo que nos permite mantener la postura erguida. Da al ser humano verticalidad, movilidad, equilibrio y flexibilidad. 

Tiene forma de S doble y actúa por el principio del amortiguador. La polaridad de vértebras duras y discos blandos le da movilidad y flexibilidad.


Decíamos que la postura interna y la postura externa se corresponden y que esta analogía se expresa en muchas frases hechas: hay personas rectas y derechas y también las hay que se doblegan con facilidad; conocemos a gente rígida e inflexible y a los que se arrastran fácilmente; a más de uno le falta rectitud.

Pero también se puede tratar de modificar artificialmente la firmeza externa a fin de simular una firmeza interna.

Por eso el padre dice al hijo: «¡Ponte derecho!», o: «¿Es que no puedes erguir la espalda?» Y así se entra en el juego de la hipocresía.

La efectividad aumenta considerablemente con la firmeza interior y disminuye con la simulación de una firmeza artificial.

Comparemos la rígida actitud de un soldado que permanece con todas sus articulaciones bien rígidas con la del cow–boy, que nunca sacrificaría su libertad de movimientos bloqueándose las articulaciones.

Esa actitud abierta, en la que el individuo se sitúa en su propio centro, la encontramos también en el Tai Chi.

Toda postura que no refleja la esencia interior de una persona nos parece forzada. Por otra parte, por su postura natural podemos reconocer a una persona. Si la enfermedad obliga al individuo a adoptar una postura determinada que voluntariamente nunca asumiría, tal postura revela una actitud interna que no ha sido vivida, nos indica contra qué se rebela el individuo.

Al observar a una persona, hemos de distinguir si se identifica con su postura externa o si tiene que adoptar una postura forzada.

En el primer caso, la postura refleja su identidad consciente. En el segundo, en la rigidez de la postura se manifiesta una zona de sombra que él no aceptaría voluntariamente.

Así, la persona que va por el mundo erguida, con la frente alta, muestra cierta inabordabilidad, orgullo, altivez y rectitud.

Esta persona podrá, pues, identificarse perfectamente con todas estas cualidades. Nunca las negaría.

La ciática y el lumbago son un síntoma que revela la sobrecarga. Quien toma mucho sobre sus hombros y no se da cuenta de este exceso, siente esta presión en el cuerpo en forma de dolor de espalda.

El dolor obliga al individuo a descansar, ya que todo movimiento, toda actividad, causa dolor. Muchos tratan de eliminar esta justa regulación con analgésicos, a fin de proseguir sus habituales actividades sin obstáculos.

Pero lo que habría que hacer es aprovechar la oportunidad para reflexionar con calma sobre por qué se ha sobrecargado uno tanto, para que la presión se haya hecho tan grande.

Cargar demasiado revela afán de aparentar grandeza y laboriosidad, a fin de compensar con los hechos un sentimiento de inferioridad.


Detrás de las grandes hazañas, siempre hay inseguridad y complejo de inferioridad. La persona que se ha encontrado a sí misma no tiene que demostrar nada sino que puede limitarse a ser.

Pero, detrás de todos los grandes (y pequeños) hechos y gestas de la Historia, siempre hay personas que fueron impulsadas a la grandeza externa por un sentimiento de inferioridad.

Con sus actos, estas personas quieren demostrar algo al mundo, aunque en realidad nadie les exige ni espere de ellas tal demostración, excepto el propio sujeto.

Siempre se quiere demostrar algo, pero la pregunta es: ¿el qué? Quien se esfuerza mucho debería preguntarse lo antes posible por qué lo hace, a fin de que el desengaño no sea muy grande.

La persona que es sincera consigo misma, hallará siempre la misma respuesta: para que me lo reconozcan, para que me quieran.

Desde luego, el deseo de amor es la única motivación del esfuerzo que se conoce, pero este intento siempre fracasa, ya que éste no es el camino para alcanzar el objetivo.

Porque el amor es gratuito, el amor no se compra. El secreto del amor precisamente es no imponer condiciones.

El prototipo del amor lo encontramos, pues, en el amor materno. Objetivamente, un bebé sólo representa para la madre molestias e incomodidades.

Pero a la madre no le parece así, porque ella quiere a su bebé. ¿Por qué? No tiene respuesta.

Si la tuviera no tendría amor. Todos los seres humanos —consciente o inconscientemente— anhelan este amor puro e incondicional que es sólo mío y que no depende de cosas externas ni grandes hazañas.

Es complejo de inferioridad creer que la propia persona no pueda ser admitida tal como es. Se ha cerrado a sí mismo el camino del verdadero amor.

El reconocimiento de unos méritos no satisface el afán que indujo al individuo a esforzarse por adquirirlos.

Por ello es conveniente afrontar conscientemente, a su debido tiempo, el sentimiento de inferioridad: el que no quiera reconocerlo y siga imponiéndose grandes esfuerzos sólo conseguirá empequeñecerse físicamente.

El aplastamiento de los discos le hace más pequeño y los dolores le obligan a encorvarse. El cuerpo siempre dice la verdad.

La misión del disco es dar movilidad y elasticidad. Si un disco es pellizcado por una vértebra que ha sido castigada, nuestro cuerpo se agarrota y adoptamos una postura forzada. Análogas manifestaciones observamos en el plano psíquico.

Una persona «agarrotada» no tiene flexibilidad: está rígida, paralizada en una actitud forzada.

También las almas pueden desbloquearse como una articulación o una vértebra. Hay que darles una sacudida fuerte y brusca para darles la posibilidad de reorientarse y centrarse.

Y los que sufren el bloqueo mental temen esta sacudida tanto como los pacientes la mano del quiropráctico. En ambos casos, un fuerte crujido indica el éxito.

Las articulaciones dan movilidad al ser humano. En las articulaciones se manifiestan síntomas de inflamación y dolor con los movimientos y pueden llegar a producir la parálisis. Cuando una articulación se paraliza, es señal de que el paciente se ha bloqueado.

Una articulación paralizada pierde su función: si una persona se bloquea en un tema o sistema, éste pierde también su función. Una nuca rígida indica la inflexibilidad de su dueño.

En la mayoría de casos, basta oír hablar a una persona para descubrir la información de un síntoma. En las articulaciones, además de inflamación y rigidez, se producen torceduras, distensiones, rebotaduras y rotura de ligamentos.

También el lenguaje de estos síntomas es revelador, a saber: se puede dislocar un tema —botar a una persona—, retorcer a otro —estar tenso o un poco descentrado—. No sólo se puede reducir o enderezar una articulación sino también una situación o una relación.

Para hacerse una idea de la falta de sinceridad que permite la medicina, imaginemos la siguiente situación: supongamos que, con un sortilegio, pudiéramos hacer desaparecer todas las prótesis y las modificaciones que el ser humano ha introducido en su cuerpo: todas las gafas y lentes de contacto, audífonos, articulaciones, dentaduras, las operaciones de cirugía estética, los tornillos de los huesos, los marcapasos y demás hierros y plásticos.

El espectáculo sería dantesco.
Si después, con otro sortilegio, anuláramos todos los triunfos de la medicina, nos encontraríamos rodeados de cadáveres, tullidos, cojos, medio ciegos y medio sordos. Sería un cuadro horrible, pero verdadero.

Sería la expresión visible del alma de las personas. Las artes médicas nos han ahorrado esta visión horrenda, restaurando y completando el cuerpo humano con toda suerte de prótesis, de modo que da la impresión de estar completo.

Pero, ¿y el alma? Aquí no ha cambiado nada; aunque no la veamos, sigue estando muerta, ciega, sorda, rígida, agarrotada, tullida.

Por eso es tan grande el temor a la verdad. Es el caso del retrato de Dorian Gray.


Por Alexiis

REFLEXIONES DURANTE EL AÑO 2007

alexiis@speedy.com.ar


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